Si bien no iba a ninguna fiesta, invitaba a todo el grado para mis cumpleaños. Mis papás se rompían el alma para homenajearme lo mejor posible, y alquilaban un salón con todas las diversiones. Cumplía seis años y quería vestirme de princesa para festejarlo. Una princesa…. ¡Pobrecita! Ahora me acuerdo de cuando estaba por salir del baño del salón con ese traje “hermoso”. Me había cambiado mi mamá, mientras mi abuela me peinaba. Apenas terminaron, me miré al espejo esperando encontrarme con una Barbie. “¿Así iba a quedar? ¿Esto es todo?”, le pregunté a mi mamá, desilusionada al ver que el traje de princesa no me hacía quedar como tal. Era la princesa más perfectamente imperfecta que vi, pero pensé que todos se sorprenderían al encontrarme tan cambiada. Estaba cambiada, sí; pero no estaba linda, el cambio no había implicado mejoría. Quiero decir que si bien había cambiado de ropa y de peinado, no dejaba de estar fea. Por más que me pusiera seda yo, mona obesa, no iba a cambiar. Tenía que salir a soplar las velitas, no sin antes rogarle a mi mamá que me sacara el traje que me quedaba espantoso. Salió mi hermana y después yo, con mi mamá detrás por si me caía. Miraba a los chicos con temor, quería comerme a todos para que desaparecieran de ese lugar; quedarme sola para llorar mi fealdad, quería tragarme la torta sin saborearla, ya había saboreado bastante dolor. Quería tomar cianuro, quería esconderme de los demás que me miraban mal. Algunos se reían, otros se daban vuelta a medida que avanzaba por el salón, como si mi imperfección les diera asco, o mi fealdad dañara la vista. Que los cumplas, Giuliana, que los cumplas… NO, no los cumplí feliz. No podía ser feliz, por más que quisiera, NO con ese cuerpo. Una vaca deforme sobre una pasarela, así me sentía.
Por el resto del cumpleaños, mi estado anímico iba empeorando. Había una sala con disfraces de princesas (verdaderas, no gordas), de la sirenita, Blancanieves, Cenicienta, de Frutillitas, y también trajes de frutas y verduras. Por supuesto, yo me puse uno de tomate. No me entraba otro, no podía hacer magia y hacerme una lipo en el medio del salón. Tenía que enfrentar el problema y, aunque hiciera el ridículo, ponerme ese disfraz. Al fin y al cabo se suponía que los demás jugarían conmigo, se reirían conmigo, no de mí. Me lo puse después de luchar media hora con el zapato que se me enganchaba con el disfraz (sí, encima de gorda, inútil), y salí caminando como si nada. Todos me miraban, no podían aguantar más de tres segundos con la vista fija en mí, sin darse vuelta y morirse de risa (al menos tuvieron la delicadeza de darse vuelta). Corrí al baño y me largué a llorar. No quería ser un tomate, quería ser una princesa, la Sirenita, o Blancanieves. Quería ser bella, ser alguien, no un vegetal. Me senté a un costado del salón y, les juro, parecía invisible. Pasaban por al lado mío y me chocaban, ni siquiera me pedían perdón, me pisaban como si fuera un trapo de piso que no sirve para nada (¡perdón por compararme con vos, trapo de piso!), me tiraban, me dejaban de lado, me ignoraban. Les daba asco, yo misma me tenía asco. Porque en el fondo no sabía que yo era la culpable de esa situación. Me odiaba, no podía mirarme al espejo sin intentar romperme la cara en el acto. Quería esconderme del mundo encerrándome en mi habitación para no salir nunca más. Quería encenderme el pelo, quemarme viva. Sentía que moría, pero no tenía síntomas de haber muerto.
the enthiendo nena se k no es facil dejar de lloar pero no dejes k esos senthimientos the llenen animos tu puedes esthamos aki para ayudarthe
ResponderEliminarbesos cuidathe
te sigo